Juan Gabriel es la síntesis de nuestras más profundas contradicciones. En él convivían miedos, esperanzas, aspiraciones, logros, fracasos, alegrías, amor y desamor. Representa la historia del Ave Fénix que todos queremos alcanzar. Su amarga fé en el amor, la capacidad de reirse de si mismo, su constante testimonio de lucha, pero sobre todo, la enorme y auténtica capacidad de autoconstruirse convocan de abajo a arriba y de arriba a abajo. La sonrisa, el llanto, las lentejuelas, esa cara de gozoso sufrimiento, eran, son y serán tan seductoras para unos como para otros. Unas líneas, el coro o la estrofa que más nos llega, todos, pero todos, la hemos cantado con el hígado y desde el corazón.
Alberto Aguilera, a través de su personaje, funciona como una arena de catársis en donde todo se permite: llorar, reir, jotear.. El Divo lo es en todos los sentidos. Tal es su fuerza que hoy, un país de machos le llora a su mariachi más delicado y femenino, y pone en la plaza, hombro a hombro, al más rico junto al más pobre.
Esa luz que hizo que desde Monsiváis hasta Alvarado se vieran deslumbrados y se detuvieran a pensarlo, ha iluminado con singularidad y con potencia durante mas de una semana de duelo el corazón de cientos de propios y extraños que cantan… con «Amor eterno».
El Palacio de Bellas Artes, en la Ciudad de México, fué el mejor lugar para darle cabida a todos esos corazones, a esos ojos desbordados de lágrimas y a esas gargantas desgarradas que despedían no sólo a un hombre, sino a una aspiración. Un lugar tan señorial, tan amplio, tan él, como él… Como lo hiciera Juanga con su muy característico abrazo al aire, Bellas Artes acogió a cientos de miles que hasta ese dia supieron de tristezas y lágrimas que hacían llorar.
Un icono, una esperanza, el que se atrevió a ser, congregó en un sentido amplio y transcendió la masa amorfa para hermanarla y abrazarla muy fuerte.