La pintura siempre le ofrecerá al espectador una imagen subjetiva de la realidad, pero la fotografía, en cambio, no puede renunciar a lo real. A lo verdadero. En la fotografía y en este caso, la de Javier García, hay un ansia tan grande por mirar, por descubrir, por plasmar el espectáculo incesante de la vida, que al espectador no le queda otra opción que creerse a pie juntillas lo que está viendo.
Es abril y es Granada.
Es Andalucía y es Semana Santa y es la mirada humilde del fotógrafo que se adentra de lleno en el sentimiento más profundo de una ciudad como esa. Es ahí, donde la cámara del fotógrafo les roba el alma a los personajes que hacen posible la Semana Santa de ese lugar prodigioso. Un cofrade retocando con barniz una cruz de guía, con la Alhambra de fondo, dos jóvenes restaurando la puntilla del manto de una dolorosa, unos hombres colocando los cirios en el candelero.
Las zapatillas de esparto, las manos de una mujer fijándole la peineta de la mantilla a otra mujer. Nos adentramos en lo íntimo de la mano de ese observador innato. La fotografía tiene eso, que incluye al espectador en lo que sucede. Un hombre joven se ha levantado el antifaz de su capirote y con los ojos cerrados ora. La soledad de ese gesto es lo que Javier García nos transmite, independientemente del lugar remoto donde otros vislumbren estas imágenes. La torre de la Vela vigilando, controlando desde hace siglos lo que sucede a sus pies.
Y a sus pies, el abrazo emotivo y masculino de dos costaleros que han cumplido su misión. Descalzas algunas
mujeres vestidas de negro en la tarde abrileña, las lágrimas incontroladas por lo sublime del espectáculo. Tanto
recogimiento en la noche granadina y el objetivo del fotógrafo ahí, en ese momento mágico.
Por la Carrera del Darro, el Cristo de los gitanos en su lento peregrinaje desde el centro de la capital hasta su humilde origen, en las cuevas del Sacromonte. Allí, de nuevo, la suspicacia del fotógrafo: un muro decorado con platos de Fajalauza ajuares de cobre, saetas desde las ventanas, azoteas repletas, bengalas y el fuego eterno de la noche gitana.
Javier García nos involucra, nos hace partícipes, consigue emocionarnos a pesar de que veamos esas estampas en la pantalla de nuestro ordenador, a miles de kilómetros de las callejas del Albaicín, por las que baja lentamente el paso de palio de la Virgen de la Concepción. La Concha como popularmente la llaman los granaínos.
La fotografía no es pintura, porque esta última requiere un trabajo previo y un trabajo posterior que la aleja de lo inmediato. Y lo inmediato es lo que ha retratado el maestro. Lo más hondo de lo inmediato. Las entrañas de los habitantes de esa ciudad milenaria, que lo ha visto todo, expuestas sin filtro en estas fotografías.
Granada, desde dentro, celebrando la primavera.
Francis Prieto